Mauricio Carrasco
“Pero al tener a Cristo consideré todas mis ventajas como cosas negativas. Más aún, todo lo considero al presente como peso muerto en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor”. (Filipenses 3,7-8)
Cuando estaba tratando de decidir si entrar al seminario o no, un sacerdote me recomendó el siguiente ejercicio mental: Me dijo, “imagínate que tienes ochenta años. Piensa que te estás acordando de toda tu vida, una vida en la que te casaste y trabajaste largos años como un profesional. ¿Ahora, qué es lo que se te viene a la mente y cómo te sientes? Después imagínate que tienes ochenta años pero que viviste toda tu vida como un sacerdote. Al recordar tu vida como sacerdote, ¿qué es lo que se te viene a la mente y cómo te sientes?”.
Cuando consideraba la primera opción, yo me imaginaba como un padre orgulloso de unos cinco hijos. Pensaba en que todos ellos seguramente habrían logrado grandes cosas en sus vidas. Me veía presumiendo orgullosamente a cada uno de esos hijos. Me veía también contento con una esposa que siempre me apoyaba, y rodeado de gente que me conocía. Aun a mi avanzada edad, la gente me conocía y me respetaba porque sabían de todos mis logros en la vida. Todo esto me hacía sentir muy bien.
Cuando consideraba la segunda opción, yo me imaginaba como un sacerdote de ochenta años, aquel sacerdote que todo mundo conoce y respeta. Aquel sacerdote que escribió todos esos libros y que daba grandes conferencias. Sirvió a tantas parroquias, y ahora como un sacerdote sabio y compasivo, es un director espiritual. Ya no tiene que salir a buscar a la gente, sino que la gente viene a buscarlo a él. Todo esto llenaba mi imaginación y también me hacía sentir muy bien.
A final de cuentas este ejercicio mental no me ayudó mucho a decidir si entrar al seminario o no. Las dos opciones parecían igualmente atractivas cuando me las imaginaba. Pero el problema no era el ejercicio, sino el deseo que existía detrás de mis sueños y mi imaginación. Me estaba imaginando dos vocaciones, pero detrás de mis sueños estaba un gran deseo de ser afirmado. Como hombre casado, yo quería encontrar afirmación en mis hijos, en mis logros, en mi carrera, y en mi esposa. Lo mismo sucedía cuando me imaginaba como un sacerdote. La única diferencia era que como sacerdote, yo quería encontrar afirmación en mis feligreses y en mi éxito como predicador y director espiritual.
Ya a punto de ser ordenado, quisiera compartirles la gran paz y alegría que siento. Estoy seguro de que el Señor me ha llamado a esta vocación, y no me puedo imaginar ser otra cosa más que un sacerdote. Si un joven me llegara a preguntar cómo discernir su vocación, yo le diría lo siguiente: Imagínate que tienes ochenta años. No te imagines si estas casado o eres sacerdote. Solamente imagínate que tienes ochenta años y que ya no puedes hablar o escribir, y que casi todos tus logros en la vida han sido olvidados. Imagínate que no tienes a alguien reconociéndote por todos tus logros en este mundo. Cuando estés listo para desprenderte de toda esta afirmación mundana, es entonces que estás listo para empezar a considerar tu vocación. Ninguna vocación en la vida es un logro propio, y si lo es, nuestra contribución es muy mínima. Nuestra más grande bendición y afirmación en esta vida es conocer a Cristo. Esta es una lección que he tenido que aprender una y otra vez en mi vida.
Mi más grande sueño y expectativa como sacerdote es que al final de mi vida yo conozca a Cristo Jesús tan íntimamente que pueda decir con San Pablo, “todo lo considero al presente como peso muerto en comparación con eso tan extraordinario que es conocer a Cristo Jesús, mi Señor”. Y le pido a Dios que cuando la gente se acuerde de mí, no recuerden todo lo que hice y logré en la vida, sino que digan, “en realidad, el Padre Mauricio fue un hombre que conoció y amó al Señor”.
Mauricio Carrasco, es miembro de la Iglesia de San Rafael en Springdale, es seminarista de la Diócesis de Little Rock y estudia en el Seminario de San Meinrad en Indiana.