Padre Salvador Márquez-Muñoz
La cuaresma es un tiempo litúrgico de conversión y preparación para la Pascua: la Resurrección de Cristo. Un tiempo para arrepentirnos de nuestras fallas y de esforzarnos en vivir a imitación de Cristo.
La cuaresma dura 40 días; comienza el Miércoles de Ceniza y termina el Domingo de Ramos, día en el cual inicia la Semana Santa. El color litúrgico de la cuaresma es el morado que significa luto y penitencia. La duración de la cuaresma está basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia: los cuarenta días del diluvio, los cuarenta años de la marcha del pueblo judío por el desierto, los cuarenta días de Moisés y de Elías en la montaña, los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública.
Si vivimos bien la cuaresma, lograremos una auténtica y profunda conversión personal y social, y la conversión consiste en reconciliarse con Dios, con los demás, y con uno mismo. Es importante ser sincero con uno mismo, aceptar nuestras fallas y tener un arrepentimiento sincero, para así acercarnos al Sacramento de la Reconciliación de una manera clara, concisa, concreta y completa.
Habremos de superar las divisiones, perdonando y creciendo en espíritu fraterno, acompañando nuestra vida con la práctica de las Obras de Misericordia: Enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, consolar al triste, sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas del prójimo, orar a Dios por los vivos y los muertos, visitar al enfermo, dar de comer al hambriento, enterrar a los muertos, etc.
Es necesario durante la cuaresma prepararnos, ya que si no contamos con una preparación, la vigilia pascual transcurriría como un día más del año, sin percatarnos de que la Pascua es el eje central de todo año litúrgico y de nuestra vida como cristianos.
Este tiempo profundo de conversión nos permite visualizar nuestra propia muerte y resurrección en Cristo. Este tiempo nos brinda la oportunidad de equilibrar nuestra vida.
Es muy triste ver cómo esta práctica tan importante de nuestra fe se ha ido enfriando en muchos. No hay que verla con ojos de pesimismo, como si todo lo cubriera un velo de sufrimiento y muerte. Necesitamos celebrar con más ahínco la Resurrección, y no como un hecho aislado, triunfalista y descarnado de nuestra vida cotidiana. Hay que darle un profundo sentido a la muerte de Cristo y recordar de manera especial el Viernes Santo.
La muerte de Cristo rompe con toda imagen que hasta entonces el mundo tenía de Dios. Porque nuestra fe nos exige reconocer a Dios en un crucificado, en un abandonado, que ni tan siquiera sus discípulos estuvieron presentes en aquel momento tan crucial de su vida.
Cristo resucitó porque dándolo todo, la muerte ya no puede quitarle nada. Una experiencia de vacío, de entrega total y esta experiencia es la que nosotros como seguidores de Cristo estamos llamados a vivir. Cristo dio su vida en la cruz para ponerle fin al pecado y a todas las injusticias sociales que fomentan y generan el pecado entre nosotros.
La cuaresma no es oscuridad y tristeza, sino alegría. Cristo murió por nosotros, pero no para darnos pena. Lo que nos ha dado Cristo es morir pero para vivir y la vida hay que celebrarla. Sin embargo, esto no significa de ninguna manera que minimicemos el sentido de la penitencia, el ayuno, y la oración.
Si queremos en verdad acercarnos a un plano de intimidad con Dios hay que hacerlo desde la Cruz de Cristo. La fe es dar testimonio de la Cruz y la Resurrección de Cristo. Por lo que nuestra fe tiene que madurar, y vivirse intensamente.
¡Que Viva Cristo Rey!
Padre Salvador Márquez-Muñoz escribe desde De Queen.