Nadie nos creamos por nosotros mismos. No aparecimos repentinamente en el vientre de nuestras madres, ni fuimos el resultado de una casual o impersonal chispa de energía. Cada uno de nosotros fue amado desde el principio por el Todopoderoso Creador quien tiene la intención que nosotros vivamos esta vida al máximo y que estemos con Él eternamente. El primer suspiro que tomamos fue su regalo, su suspiro, y estamos vivos ahora porque Él sólo nos sustenta. Aún aquellos que no conocen a Dios y que nunca han escuchado de Él fueron traídos a la vida por Él y son eternamente amados por Él.
Creándonos a su imagen y semejanza, Dios nos dio libertad. El hecho que lo hizo es otra señal de su amor perfecto, porque Él no nos va a forzar a que lo amemos. Como nuestros primeros padres, algunas veces hacemos mal uso de nuestra libertad y escogemos alejarnos de Dios, pero cuando volvemos a Él, Él nos recibe con los brazos abiertos.
Todos tenemos lo que consideramos manchas o desfiguraciones — necesitamos bajar o subir de peso; nuestros dientes están chuecos, nuestro cabello está desapareciendo; tenemos bolsas debajo de los ojos, arrugas en la frente. Estas desfiguraciones las vemos en el espejo, probablemente las que nos preocupan. Deseamos que no estuvieran y tal vez tratamos de repararlas. Pero la desfiguración que más importa es la espiritual causada por el pecado, porque el pecado es diametralmente opuesto al amor de Dios. Tal desfiguramiento no puede ser disimulado con maquillaje o bajando de peso.
Así como ninguno de nosotros nos creamos nosotros mismos, nadie de nosotros puede crearse nuevamente. La popularidad del “cambio de imagen” confirma el hecho que seguido deseamos que fuéramos de alguna manera diferente, de algún modo “reparados.” No hay nada malo en mejorar nuestro cuerpo o nuestra imagen, mientras no olvidemos que esas mejorías sólo son de la piel para afuera. Hay otro tipo de cambio mucho más profundo, el cual Dios desea que hagamos. Él quiere crearnos nuevamente en Jesús.
San Pablo habló de Jesús como el “nuevo Adán,” porque por su nacimiento, muerte y resurrección, Dios creó nuevamente al mundo a su imagen. En el nuevo Adán todo empieza de nuevo. El daño que fue hecho con el pecado no era del tipo que podía ser cubierto con un barniz falso — solamente una radical y meticulosa nueva creación, por Él que primero nos creó, y Él pondría las cosas en el orden correcto.
Jesús tuvo la experiencia de vida humana. Aunque Él nunca pecó, tuvo la experiencia más radical de desfiguramiento causada por el pecado — muerte — y la transformó con su resurrección. Como San Pablo escribió:
“Y, cuando nuestro ser mortal revista la inmortalidad, y nuestro ser corruptible revista la existencia incorruptible, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido destruida en esta victoria. Muerte, ¿dónde está ahora tu triunfo?, ¿dónde está, muerte tu aguijón? La muerte se valía del pecado para inyectar su veneno y la misma Ley reforzaba al pecado. Por eso demos gracias a Dios, que nos da la victoria de Cristo Jesús nuestro Señor. (1-Corintios 15, 54-57)
En otras palabras, el pecado no debe tener como resultado la muerte; Él removió el “aguijón” al conquistar la muerte. Desde la cruz, el instrumento de su muerte, Él pronunció las palabras esenciales de perdón: “Padre perdónalos. Ellos no saben lo que hacen.” La misericordia de Jesús en su resurrección destruyó el aguijón del pecado y la desfiguración que le trajo a la raza humana.
El mayor desfiguramiento de la humanidad ha sido conquistado por el amor misericordioso de Dios, es el ejemplo por excelencia que no quiere perder nada de lo que Él ha creado.