Espiritualmente, constantemente estamos yendo y viniendo de Jerusalén.
Jerusalén siempre ha sido considerado como un lugar sagrado, una ciudad santa escogida por Dios para su trono, su morada entre la gente, el punto central de donde la salvación emana. Su Templo era considerado extraordinariamente sagrado, un lugar de unión e identidad espiritual para cada judío.
En San Lucas y en los Hechos de los Apóstoles, Jerusalén es el punto hacia el cual Jesús siempre se está moviendo y el punto central de donde se predica el Evangelio para el mundo. San Lucas alcanza un punto crítico en el capítulo 9 cuando Jesús determina ir a Jerusalén: “Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, emprendió resueltamente el camino a Jerusalén”. (San Lucas 9,51) Los siguientes capítulos enseñan la determinación y tensión de la valiente decisión de Jesús.
Muchos pensaron que Él no debería ir. Algunos de sus discípulos tenían miedo por Él y no tanto por ellos. Él continuó enseñando y sanando por el camino, realzando la antipatía que algunos sentían por Él y afirmando su intuición de que algo definitivo sucedería ahí.
Jesús amaba a Jerusalén y a su gente y le afligió el que muchos lo estuviesen rechazando. No obstante Él continuó con su camino, el camino final hacia su muerte.
Después de su muerte, algunos de sus discípulos se fueron de Jerusalén. Decepcionados y desilusionados, sin esperanza, regresaron a sus vidas antiguas. Lucas 24, cuenta la bella historia de dos discípulos que encuentran a Jesús en el camino a Emaús — el camino para irse de Jerusalén — y cómo les preguntó a dónde iban y que había pasado para que estuvieran tan tristes. No lo reconocieron, pero Él les explicó las Escrituras y partió el pan con ellos, así como había hecho en la Ultima Cena. Sus ojos se abrieron y regresaron a Jerusalén llenos de esperanza en el Señor resucitado.
Espiritualmente, constantemente estamos yendo y viniendo de Jerusalén. Hay una curva de aprendizaje al discipulado y alternamos entre fervor y pereza, convicción y duda, esperanza y titubeo. Un día estamos completamente determinados a hacer el viaje a Jerusalén con Jesús sin importar el costo — a tomar nuestra cruz y sufrir con Él, a apoyar la fe y a vivir sólo por Él. Al día siguiente cuando algo inesperado sucede, titubeamos y nos dirigimos en el camino opuesto, lejos de la cruz y camino hacia Emaús.
Pero Jesús nos alcanza, no sorprendido que el miedo a la cruz nos ha ganado. Él pregunta suavemente “¿Qué estas pensando al irte?” Si entregamos todo nuestro corazón a Él y escuchamos su Palabra, Él abre nuestros ojos y nos da fuerzas para nuestro viaje de regreso.
Y nos alimenta. En todo sentido, la Eucaristía es alimento para el camino, como San Lucas sin lugar a duda nos habla del encuentro en el camino a Emaús. A donde sea que nos encontremos espiritualmente — caminando hacia o desde Jerusalén — necesitamos del alimento del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor.
La Eucaristía nos mantiene fuertes para el camino a Jerusalén porque es una participación del sacrificio de Jesús en la cruz y un compartir en la gracia que continúa emanando de ello: El calvario fue el Templo del sacrificio eterno. Cuando tomamos parte en la Eucaristía y recibimos el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor, estamos en el corazón de Jerusalén, abrazados por su profundo significado espiritual.
La curva de aprendizaje del discipulado puede ser bien marcada y podremos vacilar muchas veces por el camino. Pero nunca hay una buena razón para dejarlo. Nosotros debemos continuar en nuestro camino, “ahora, mañana y al día siguiente.” Nuestro Señor nos sigue cuando nos alejamos, escucha nuestras protestas y nuestros temores y nos alimenta con comida que nos pone donde debemos estar.
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