San Felipe de Jesús fue el primer santo de México

Por Padre Salvador Márquez-Muñoz

Los mártires nos pueden dar valor para dar testimonio de nuestra fe Católica. Ellos saben que “todo el poder en el cielo y en la tierra” se la ha dado a Jesucristo, y su respuesta de fe en Jesús les asegura de que Él estará con ellos “siempre hasta el final de los tiempos.”
Felipe de las Casas nació en la ciudad de México en el año de 1572, fue hijo de inmigrantes españoles que eran muy pobres y llegaron a buscar fortuna en tierras lejanas. De pequeño fue un niño muy inquieto y travieso, poniendo en aprietos tanto a sus padres como familiares cercanos, quienes a veces no veían con buenos ojos las travesuras del santo. “¡Dios te haga un santo!” le decía su madre después de alguna travesura, a lo que su nana negra respondía diciendo que era más fácil que la higuera seca que se encontraba en el patio de la casa volviera a florecer a que Felipillo se hiciera santo.
En una ocasión sus padres lograron que él entrara al convento de los Hermanos Franciscanos, pero no resistió y se fugó regresando a casa para continuar en las andadas. Trato de ayudar a su padre en el taller de platería pero como el dinero no rendía, decidió su padre enviarlo a las Filipinas a buscar fortuna dedicándose a la importación y exportación de mercancías.
Al arribar a las Filipinas, la ciudad de Manila lo deslumbró con sus muchas atracciones entregándose a todas ellas sin medida. Después de un tiempo, comenzó nuevamente a sentir un gran vacío en su vida. Felipe, como muchos, buscaba escaparse del amor de Dios entregándose a todo tipo de placeres que el mundo ofrece, pero la herida profunda del mismo amor divino le ayudó a rendirse. Encontrando nuevamente el valor por medio de la oración, Felipe respondió al llamado escuchando esa voz interior y gentil de Jesús, “si quieres seguirme, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme.”
Desde ese momento, Felipe tomó la firme decisión de seguir a Jesús y de vivir sólo para Dios. Solicitó ser admitido en el convento de los Franciscanos ubicado en la misma ciudad de Manila. Posteriormente profesó haciendo sus votos como religioso y tomando el nombre de Felipe de Jesús.
Entre sus actividades se encontraba la de atender a los enfermos y moribundos. Dos años más tarde, sus superiores decidieron enviarlo a México a culminar sus estudios y fuera ordenado sacerdote. El barco en que viajaba se vio golpeado por tres tifones, encañando así en las costas del Japón. En medio de la tormenta Felipe pudo observar una gran señal sobre ese país, una especie de cruz blanca, símbolo de su pronta victoria. El mayor sueño de Felipe era la de convertirse en misionero en ese país. Inmediatamente se dio a la tarea de buscar el convento de los Franciscanos. El emperador del Japón había autorizado días antes la persecución en contra de la fe Católica, e interesado en la mercancía que llevaba el barco, acusaron a los frailes y sacerdotes de ser cómplices del Rey de España, quien según ellos, deseaba extender su reino hasta esas tierras.
La mañana del 8 de diciembre de 1596, guardias japoneses rodearon la casa de los Franciscanos. Después de unas semanas de arresto domiciliario, Felipe, dos sacerdotes franciscanos y dos hermanos de votos, junto con doce japoneses que abrazaron la fe católica, fueron condenados a muerte. Desde ese día, Felipe pudo hacer suyas esas palabras célebres de San Pablo, “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.” Cuando Felipe escuchó que iban a morir aceptó con gozo.
Al día siguiente un sacerdote franciscano más y tres japoneses seglares de otra casa franciscana, junto con tres japoneses de una casa de los padres Jesuitas (Pablo Miki), se unieron al grupo en la prisión. Fueron todos ellos conducidos a la plaza pública enfrente del templo y como escarmiento de todos les cortaron el oído izquierdo. Felipe ofreció de esa manera los primeros frutos de su sangre por Dios y la salvación del pueblo japonés. El capitán del barco trató de apelar a favor de Felipe ante el emperador diciendo que este era uno de los náufragos del barco con dirección a México, pero la respuesta de Felipe fue la siguiente, “Ni Dios lo permita que yo salga libre mientras mis hermanos se encuentran en prisión. Mi suerte será la misma que la de ellos.”
Conducidos por las calles de las principales ciudades del imperio y acompañados por un hombre que gritaba a voz abierta sus crímenes, comenzó para ellos treinta días de calvario en pleno invierno. Su destino, Nagasaki, donde serían crucificados.
Dos cristianos conversos más se unieron a los condenados sumando así un total de veintiséis. El 5 de febrero de 1597 arribaron a su destino en las costas de esta ciudad. Felipe al ver la cruz que le esperaba corrió hacia ella abrazándola con gusto. En lugar de clavarlos a la cruz, la costumbre entre los japoneses era la de sujetarlos con argollas de hierro en los tobillos, muñecas y cuello.
Sólo un pequeño trozo de madera servía para sostenerse en pie sobre la cruz. En el caso de Felipe, este peldaño había sido colocado muy abajo, lo que causó que al alzar la cruz en la que se encontraba comenzara a asfixiarse. Con mucho esfuerzo Felipe se alzó de puntitas para pronunciar sus últimas palabras, “Jesús, Jesús, Jesús.”
Los guardias, al ver que Felipe se asfixiaba, decidieron rematarlo al momento. Lo traspasaron con dos lanzas, una por cada costado, quedando así su cuerpo suspendido de la cruz.
Temiendo que el peso del cuerpo pudiera desclavar las argollas, decidieron traspasarlo una vez más con una lanza sobre su pecho inerte. Felipe tenía tan sólo veinticinco años de edad. Sus demás compañeros fueron ejecutados uno a uno. Ese mismo día la higuera seca de su casa reverdeció, y treinta y dos años más tarde su propia madre tuvo el privilegio de celebrar la beatificación de su amado Felipe.
San Felipe de Jesús fue canonizado el 8 de junio de 1862, convirtiéndose así en el primer santo mexicano.
Padre Salvador Márquez-Muñoz escribe desde De Queen.

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