Hace dos años cuando visite a un amigo de toda la vida en la ocasión de la muerte repentina de su esposa, me llevó a su recamara y me enseño un lugar con dos sillas muy cómodas y una mesa con una lámpara entre ellas. “Ahí es donde nos sentábamos en las tardes. Realmente no decíamos mucho, ni teníamos conversaciones muy largas. Leíamos o ella hacía un poco de costura. Después de treinta y un años de casados, era simplemente maravilloso estar en la presencia del uno con el otro.”
Tuvieron muchas conversaciones acerca de los hijos y nietos, acerca de la instalación de nuevos pisos, como pasar su jubilación, acerca de la salud de sus propios padres y de su futuro juntos. También pasaron unos momentos preciosos en los que nada se dijo, porque simplemente la presencia lo decía todo.
San Juan Vianney se dio cuenta de un señor mayor que visitaba la iglesia cada mañana antes del trabajo y también cada tarde después del trabajo. Un día por pura curiosidad le pregunto, “¿Señor Chaffangeon, que le dices a Nuestro Señor en tus visitas?” El hombre mayor le contestó, “No le digo nada, Padre. Yo lo miro a Él y Él me mira a mí.”
Es lógico y correcto que pensemos en la oración como una plática con Dios. Abrimos nuestro corazón con palabras de alabanza e intercesión, palabras de confusión y esperanza. Él responde con su Palabra, su consolación, su paz silenciosa. Pero otra vital e importante manera de rezar es simplemente estar en la presencia de Dios. No que no haya nada en nuestras mentes o que no sintamos el deseo de decirle algo. A veces con la simple presencia se dice todo. Lo miramos a Él y Él nos mira a nosotros.
Como con la mayoría de las cosas de la vida, asumimos que la oración debe lograr algo, que debe terminar con un pensamiento, o una resolución, o un sentimiento. Por supuesto que en algunas ocasiones sucede, pero una presencia silenciosa frente a Dios, sin que nada se logre, ni nada en particular se diga, solidifica y profundiza nuestra relación con Él, derramándose sobre cada aspecto de nuestras vidas.
No hay ninguna duda, que esas horas en silencio de mi amigo en la presencia de su esposa eran el resultado de muchas conversaciones y la razón por la cual ciertas cosas no eran necesarias mencionarlas. Era simplemente suficiente cada tarde estar juntos.
Yo pienso en oración y especialmente en oración frente al Tabernáculo en esa manera. Yo tengo muchas conversaciones con Él frente al Tabernáculo. Yo hablo mucho y Él me escucha pacientemente, tocando mi corazón con una palabra o un pensamiento, una decisión o un recordatorio de algún tipo. Pero también trato de pasar tiempo simplemente mirándolo, así como Él me mira a mí. Nada se logra, nada se dice. Su presencia Eucarística es amplia evidencia de que Él quiere estar conmigo, amplia evidencia que desea mi presencia también.
Cambiamos cuando participamos en la Eucaristía, porque el regalo que hacemos de nosotros mismos es tomado por el Señor y ofrecido con su regalo de Él mismo, a su Padre. Alimentados con su Cuerpo y con su Sangre, somos enviados a vivir como Él vivió, entregándonos totalmente a los demás. Cuando rezamos en su presencia Eucarística, Él nos lleva más allá que las palabras y se profundiza nuestra relación con Él y nuestro deseo de entregarnos a Él. Cada aspecto de esa dinámica es importante. Adoración Eucarística emana de la Misa y nos encamina nuevamente a la Misa.
Hace muchos años mi amigo empezó a ir a Misa diariamente y además hacía una hora de adoración. Yo pienso que su tiempo de oración se derramó sobre su matrimonio y su matrimonio se derramó sobre su oración. Su cercanía a la Eucaristía le dio fortaleza, particularmente cuando su pena era agobiante.
El y su esposa se habían entregado completamente el uno al otro y juntos a Dios. Dios tomó su regalo y lo hizo sagrado. Mi amigo aún con frecuencia simplemente mira a Dios y Dios lo mira a el. Nada logrado, nada dicho. Su profundo amor se expresa simplemente estando juntos.
Hace dos años cuando visite a un amigo de toda la vida en la ocasión de la muerte repentina de su esposa, me llevó a su recamara y me enseño un lugar con dos sillas muy cómodas y una mesa con una lámpara entre ellas. “Ahí es donde nos sentábamos en las tardes. Realmente no decíamos mucho, ni teníamos conversaciones muy largas. Leíamos o ella hacía un poco de costura. Después de treinta y un años de casados, era simplemente maravilloso estar en la presencia del uno con el otro.”
Tuvieron muchas conversaciones acerca de los hijos y nietos, acerca de la instalación de nuevos pisos, como pasar su jubilación, acerca de la salud de sus propios padres y de su futuro juntos. También pasaron unos momentos preciosos en los que nada se dijo, porque simplemente la presencia lo decía todo.
San Juan Vianney se dio cuenta de un señor mayor que visitaba la iglesia cada mañana antes del trabajo y también cada tarde después del trabajo. Un día por pura curiosidad le pregunto, “¿Señor Chaffangeon, que le dices a Nuestro Señor en tus visitas?” El hombre mayor le contestó, “No le digo nada, Padre. Yo lo miro a Él y Él me mira a mí.”
Es lógico y correcto que pensemos en la oración como una plática con Dios. Abrimos nuestro corazón con palabras de alabanza e intercesión, palabras de confusión y esperanza. Él responde con su Palabra, su consolación, su paz silenciosa. Pero otra vital e importante manera de rezar es simplemente estar en la presencia de Dios. No que no haya nada en nuestras mentes o que no sintamos el deseo de decirle algo. A veces con la simple presencia se dice todo. Lo miramos a Él y Él nos mira a nosotros.
Como con la mayoría de las cosas de la vida, asumimos que la oración debe lograr algo, que debe terminar con un pensamiento, o una resolución, o un sentimiento. Por supuesto que en algunas ocasiones sucede, pero una presencia silenciosa frente a Dios, sin que nada se logre, ni nada en particular se diga, solidifica y profundiza nuestra relación con Él, derramándose sobre cada aspecto de nuestras vidas.
No hay ninguna duda, que esas horas en silencio de mi amigo en la presencia de su esposa eran el resultado de muchas conversaciones y la razón por la cual ciertas cosas no eran necesarias mencionarlas. Era simplemente suficiente cada tarde estar juntos.
Yo pienso en oración y especialmente en oración frente al Tabernáculo en esa manera. Yo tengo muchas conversaciones con Él frente al Tabernáculo. Yo hablo mucho y Él me escucha pacientemente, tocando mi corazón con una palabra o un pensamiento, una decisión o un recordatorio de algún tipo. Pero también trato de pasar tiempo simplemente mirándolo, así como Él me mira a mí. Nada se logra, nada se dice. Su presencia Eucarística es amplia evidencia de que Él quiere estar conmigo, amplia evidencia que desea mi presencia también.
Cambiamos cuando participamos en la Eucaristía, porque el regalo que hacemos de nosotros mismos es tomado por el Señor y ofrecido con su regalo de Él mismo, a su Padre. Alimentados con su Cuerpo y con su Sangre, somos enviados a vivir como Él vivió, entregándonos totalmente a los demás. Cuando rezamos en su presencia Eucarística, Él nos lleva más allá que las palabras y se profundiza nuestra relación con Él y nuestro deseo de entregarnos a Él. Cada aspecto de esa dinámica es importante. Adoración Eucarística emana de la Misa y nos encamina nuevamente a la Misa.
Hace muchos años mi amigo empezó a ir a Misa diariamente y además hacía una hora de adoración. Yo pienso que su tiempo de oración se derramó sobre su matrimonio y su matrimonio se derramó sobre su oración. Su cercanía a la Eucaristía le dio fortaleza, particularmente cuando su pena era agobiante.
El y su esposa se habían entregado completamente el uno al otro y juntos a Dios. Dios tomó su regalo y lo hizo sagrado. Mi amigo aún con frecuencia simplemente mira a Dios y Dios lo mira a el. Nada logrado, nada dicho. Su profundo amor se expresa simplemente estando juntos.